viernes, 7 de noviembre de 2014

PALABRAS DE CARLOS RODADO NORIEGA EN LA PRESENTACIÓN DEL SEGUNDO TOMO DE LAS OBRAS COMPLETAS DE JOSÉ AGUSTÍN BLANCO

PALABRAS PRONUNCIADAS POR EL DOCTOR CARLOS RODADO NORIEGA, CON MOTIVO DE LA PRESENTACIÓN DEL SEGUNDO TOMO DE LAS OBRAS COMPLETAS DE JOSÉ AGUSTÍN BLANCO, EN LA CASA DE LA CULTURA DE SABANALARGA. SEPTIEMBRE 12 DE 2014.


José Agustín Blanco, dialogando con Carlos Rodado.
Señoras y señores:

Ha tenido la Universidad del Norte, por iniciativa de los profesores Jorge Villalón Y Alexander Vega, la feliz idea de realizar en Sabanalarga una presentación del segundo tomo de las Obras Completas de José Agustín Blanco Barros. Permítannos, distinguidos profesores, agradecerles de manera muy especial el gesto que han tenido con esta ciudad que sabe todo lo que ustedes han venido haciendo por recopilar, ordenar y publicar los trabajos y las investigaciones de uno de los historiadores más ilustres del Caribe colombiano.

Este acto tiene para nosotros una singular significación no sólo por ser el autor de esas Obras oriundo de este pueblo, sino porque fue el incontenible deseo de rastrear los orígenes y la fundación de su terruño lo que llevó al insigne geógrafo e historiador a adentrarse en toda la historia colonial del antiguo Partido de Tierradentro.

Hace 38 años, en una visita que le hice al profesor Blanco en su casa del Rincón de los Andes en Bogotá, tuve el privilegio de escuchar de su propia voz los relatos sobre el poblamiento y fundación definitiva de Sabanalarga. Me leyó varias páginas de un manuscrito inédito, y me comentaba emocionado los importantes hallazgos de su perseverante investigación, soportados por testimonios documentales con los que esperaba rectificar errores históricos que la tradición oral había venido perpetuando. Advertí que se trataba de algo importante que merecía ser publicado por una editorial o institución respetable para que esos folios, que escudriñaban el pasado de nuestro pueblo, tuvieran una debida divulgación.

Para esas calendas, yo ocupaba el cargo de Jefe de la Dirección de Desarrollo Social en el Departamento Nacional de Planeación. Como tal, era miembro de varias juntas directivas de instituciones del sector educativo, una de las cuales era COLCULTURA, en ese momento dirigida por doña Gloria Zea de Uribe, con quien tenía mucho trato en razón de mis responsabilidades en el organismo de planificación. Gloria me había ayudado ya a colocar una partida para la creación de la Casa de la Cultura de Sabanalarga, pero ese antecedente no me inhibió para plantearle una nueva solicitud. Le conté con detalles los aspectos más relevantes de la investigación del profesor Blanco y, de manera especial, la importancia de sus hallazgos relacionados con la fundación de un pueblo que se había destacado por su indeclinable vocación cultural. A la doctora Zea le pareció interesante un tema que ligaba lo histórico con lo cultural y, por lo mismo, digno de ser publicado por la entidad encargada de promover la cultura en Colombia. Me pidió que le llevara el original de la referida investigación, que sería leído por un Comité evaluador, pero me anticipó que si esa investigación tenía las características y la calidad que yo le estaba narrando, no le cabía la menor duda de que sería autorizada su publicación. Regresé a la residencia de José Agustín y le conté la buena nueva, hecho que le causó mucha emoción, especialmente por el prestigio de la entidad que auspiciaría la publicación. Y efectivamente así aconteció, porque en 1977 salió a la luz pública el primer libro con el que nuestro coterráneo incursionaba en el exigente campo de la investigación histórica.

Después vendrían en cascada otras publicaciones, todas relacionadas con el  territorio denominado por los españoles Tierradentro, que en el siglo XVIII comprendía tres municipios que ya no hacen parte del actual Departamento del Atlántico: Alipaya, hoy Santa Rosa; Timiriguaco, hoy Villanueva; y Santa Catalina de Alejandría, conocida hoy simplemente como Santa Catalina.

Una de las cosas importantes de la investigación histórica adelantada por el profesor Blanco es que está soportada con documentos y testimonios fidedignos. José Agustín, que nació con una irrefrenable vocación de historiador, duró más de veinte años visitando con asiduidad el Archivo General de la Nación, donde pasaba horas y horas descifrando documentos escritos en paleografía española y examinando legajos de cinco siglos de existencia. Pero ese esfuerzo ímprobo no fue en vano; al final su tenacidad fue gratificada y pudo decir como el sabio griego: ¡eureka! Había encontrado que la fundación definitiva de Sabanalarga no había sido en el siglo XVI ni a comienzos del XVII (1620) como erróneamente se creía. La fundación definitiva concluyó el 26 de enero de 1744, fecha en la que el alcalde pedáneo de Soledad Francisco Pérez de Vargas, actuando como juez de comisión, le informó al Virrey Eslava que había terminado satisfactoriamente la tarea que se le había encomendado: agrupar a los moradores dispersos de la región central de Tierradentro en una comunidad nucleada.

La concentración de los pobladores le permitía al gobierno español cumplir más eficazmente con la administración de la justicia y con la cristianización de los “alarbes” o gentes incultas y rústicas que vivían diseminadas en el antiguo Curato de Sabanalarga. Unos 38 “sitios”, ninguno de los cuales constituía por sí solo una entidad nucleada, fueron obligados a establecerse en una comunidad. Los “siete fundadores” de los que hablaba la tradición, y a los que alude el himno del pueblo, no fueron fundadores en el sentido estricto de la palabra, tan solo fueron rozadores dispersos que no conformaban un asentamiento urbano. Fundar en la terminología de las Leyes de Indias exigía el cumplimiento de requisitos legales e institucionales, y el acto mediante el cual se protocolizaba la fundación generalmente estaba acompañado de una ritualidad debidamente reglamentada, y si por alguna razón la fundación se realizaba sin ritos, de todos modos era obligatorio levantar un acta que se debía hacer llegar al Virrey o funcionario que había asignado la misión.  

Para Sabanalarga, que ha sido considerada como una población de gentes cultas, es importante conocer sus antecedentes históricos y, especialmente, cómo y cuándo brotaron sus perfiles de civilidad y de cultura. Su fundación misma fue una manera de transformar a los “alarbes” o vecinos rústicos en “ciudadanos”, es decir, en personas con derechos y obligaciones civiles. Años más tarde se produciría otra transición igualmente importante: el paso de la civilidad a una genuina vocación por la ilustración y la cultura.  

Pero José Agustín escribió no sólo sobre los orígenes y fundación de Sabanalarga sino sobre todos los asentamientos humanos que fueron colmando el territorio del Partido de Tierradentro. Como él mismo lo ha expresado de manera muy clara, su trabajo apunta a “exhumar del olvido y del polvo en que se encuentra sepultada, la mayor cantidad posible de información referente a la preciosa historia colonial del Departamento del Atlántico, la cual aparece como un inmenso y lamentable vacío en el conjunto de la historia nacional”[1]. Pero la forma como empezó a realizar ese trabajo revela un entrañable amor por el terruño que vio nacer a sus antepasados. Dice el historiador, con palabras salidas de lo más profundo de su ser: “…lo que nos ha animado en estas búsquedas e investigaciones es un indestructible afecto terrígeno, que procede de la arcilla misma del Departamento del Atlántico y de generaciones que desde hace centurias de ella se han nutrido”.[2]

Ese sentido de pertenencia y ese afecto por sus raíces y por la tierra donde se criaron y formaron sus ancestros, contrasta con la actitud de otras personas que le deben mucho de lo que sona sus antepasados sabanalargueros, especialmente la agudeza inquisitiva y el espíritu investigador, pero niegan cualquier vínculo con el pueblo de sus mayores, aludiendo siempre a sus remotísimos orígenes europeos.

Siento un gran aprecio y un profundo respeto por el doctor Rodolfo Llinás Riascos; tuve la oportunidad de tratarlo cuando estuve de Embajador en España y me sentí muy complacido de hacer gestiones para que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas con sede en Madrid le extendiera una invitación a pronunciar una conferencia magistral, en la que el profesor Llinás dejó una grata impresión entre sus colegas científicos por su inteligencia, claridad y donosura con que expuso sus teorías y conceptos.

Pero debo confesar que me he sentido sorprendido al leer las respuestas  que el doctorLlinás suele dar en sus entrevistas a importantesmedios de comunicación cuando le recuerdan su ancestro sabanalarguero o caribeño. El neurólogo no oculta su malestar con el periodista que lo inquiere y entra en disquisiciones sobre el origen del apellido Llinás, llegando incluso a referirse al homo sapiens como antecedente remoto de todos los humanos para deshacerse de cualquier vínculo con la región Caribe.  Pero, eso sí, a renglón seguido, cuando le preguntan que de dónde proviene su vena investigadora, su inconsciente no duda en señalar que viene de su abuelo Pablo Antonio Llinás Manotas que, según el prestigioso neurólogo, fue quien le inculcó el sentido de la investigación, y en ese contextosiempre recuerda la maravillosaexperiencia quetuvo en su infancia cuando “papaíto” Pablo le explicaba, rotando un cuchillo o un palillo en un bloque de mantequilla, por qué vuelan los aviones. El abuelo a quien él consideraba un verdadero sabio, le decía: el avión con sus hélices se atornilla en el aire, y por eso no se cae. Pues bien ese abuelo,a quien se le ocurrían cosas tan ingeniosas para contestarle preguntas a su nieto, nació y se crió aquí en este pueblo, de su ambiente cultural se nutrió, y por eso pudo enseñarle al nieto con ejemplos que le incendiaban la imaginación y lo convertirían más tarde en el destacado científico de hoy.

A guisa de ejemplo sobre el fastidio que le causa al doctor Llinás que lo liguen con el Caribe colombiano, transcribo apartes de una de sus últimas entrevistas, publicada por la Revista Bocas del periódico El Tiempo, el día 18 de noviembre de 2013. Le pregunta en esa ocasión el periodista:

Finalmente, ¿costeño, bogotano o catalán?
Sé quién soy y soy catalán. Casi no tengo nada colombiano. La gente piensa que los Llinás somos de Sabanalarga pero, ¿cuánto tiempo duraron en Sabanalarga? Pues dos generaciones. Pero ¿cuánto tiempo duraron en España? A ver, creo que mi apellido tiene más o menos dos mil años. Aquí vino un señor catalán, le pareció fantástico, consiguió mucha tierra y se devolvió. Entonces vinieron los hijos por allá en 1860 y ahí empezó el cuento de que los Llinás eran costeños. Mi abuelo se vino a estudiar medicina a Bogotá y se quedó. Mi papá nació en Sabanalarga, pero se vino a los cuatro años. Yo soy bogotano.

Esta manera de expresarse no le queda bien a una persona con el talento del prestigioso neurólogo. El nobel colombiano Gabriel García Márquez nunca ha dicho que es vasco, aunque el apellido García es originario de Euskadi. Y ni siquiera Bolívar que tenía sus ancestros más cercanos en el norte de España llegó a sentirse más vasco que caraqueño. Todos los colombianos queremos que Rodolfo Llinás sea galardonado algún día con el premio nobel de medicina, pero sería muy triste que los periódicos registraran la noticia diciendo: “un catalán ganador del premio nobel”.

Y por último es importante aclarar que el apellido Llinás va a completar 200 años de estar radicado en Sabanalarga, lo que implica que ocho generaciones han nacido y vivido aquí. Los miembros de esa distinguida familia han descollado en diversas ramas del conocimiento y de la ciencia y han tenido un desempeño sobresalienteen la academia, en la medicina, en el derecho, en la diplomacia y en la política a nivel nacional y regional. Y todos ellos, con excepción de Rodolfo Llinás, se sienten orgullosos de tener sus ancestros en este pueblo.

Volviendo al tema que nos convoca en el día de hoy, es importante señalar que inicialmente el profesor Blanco se había propuesto indagar todo lo relacionado con el complejo proceso de poblamiento de Colombia, pero entendiendo perfectamente los límites que impone la longitud de la vida humana, se permitió hacer la siguiente precisión: “Nuestro propósito inmediato quedará satisfecho cuando lleguemos a cubrir todo el poblamiento atlantiquense de los siglos XVI, XVII y XVIII”. Esta meta era de por sí bastante ambiciosa, pero José Agustín logró culminarla exitosamente.[3].

Apoyado en la prolija documentación que había hallado en el Archivo General de la Nación y en la Biblioteca Nacional, se dio a la titánica empresa de contrastar lo que hasta entonces se había escrito sobre el poblamiento de la parte norte de la Provincia de Cartagena con los documentos de la época. Armado con esos testimonios irrefutables puso en blanco y negro la verdad histórica, dejando ver con claridad meridiana cuáles de esas versiones tenían fundamento y cuáles no. De esa manera separó la realidad del mito y refutó leyendas que la tradición oral había perpetuado, simplemente porque no habían pasado por el escrutinio de la investigación histórica realizada con rigor científico.

Leyendo las obras de José Agustín quedan probados varios hechos, de los cuales vale la pena señalar: 1) que Sabanalarga no fue fundada en 1620 como se venía sosteniendo por algunos historiadores; 2) que en 1680 no existían esas “partes de las calles Grande y del Hatillo”, a las que se refirió Diego Llinás Manotas en un artículo escrito en 1953, porque en esa fecha no había un poblado organizado, y por lo tanto tampoco había calles; 3) que Barranquilla no fue fundada por unos ganaderos de Galapa como lo sostenía de manera errónea una versión que empezó a ventilar Juan José Nieto, y que luego fue recogida por don Domingo Malabet en un escrito de 1891; 4) que lo primero que existió antes de la llegada de gente blanca a lo que hoy se llama Barranquilla fue un pueblo de indios llamado Camacho, “cuyos orígenes se hunden en la cronología de la prehistoria”[4]. Ese pueblo se asentó en las orillas del Río Grande y al pie de unas barrancas que años más tarde se bautizarían con el nombre de San Nicolás de Tolentino. El pueblo de indios desapareció, pero un nuevo núcleo poblacional habría de surgir años más tarde en los mismos playones donde estuvo asentado el pueblo aborigen, ubicado a corta distancia de unos estribos naturales que servían de embarcadero para personas, mercancías y otros haberes.

La historia sobre la desaparición de ese pueblo de indios y la manera cómo resurgió convertido en un sitio de vecinos libres amerita, como lo sugiere el profesor Blanco, una investigación más profunda, pero él mismo aventura una hipótesis que por estar soportada en documentos de la época tiene la fuerza de la verdad histórica y resulta creíble. El curso de los acontecimientos, según el referido historiador, se dio de la siguiente manera:   

En 1549, los indios de Camacho fueron dados en encomienda, por primera vez, al capitán Domingo de Santa Cruz por los nobles servicios que le había prestado a la Corona española, al defender heroicamente la ciudad de Cartagena de las agresiones perpetradas por piratas franceses. Santa Cruz murió precisamente en cumplimiento de su deber como militar en 1559.[5] Su esposa, Ana Ximénez, recibió “en segunda vida” la encomienda que había usufructuado su marido, ajustándose en todo a los requisitos legales exigidos para recibir esa merced; un año más tarde, en 1560, en una carta enviada al oidor y visitador Melchor Pérez de Arteaga, la viuda reclamaba  justicia frente al acto arbitrario cometido por don Pedro de Barros, encomendero de Galapa y alcalde de Cartagena; manifestaba doña Ana en esa misiva, que Barros le había arrebatado todos los aborígenes que conformaban el pueblo de indios y los había trasladado a su encomienda para apropiarse de la mano de obra de los indígenas y utilizarla en labores del campo. En su queja al visitador Pérez de Arteaga le decía textualmente: “En el pueblo de Camacho serán quinze indios con su cacique los cuales tenían su pueblo junto a la mar a las bocas del rio grande, e los a recogido Pedro de Barros, Alcalde Hordinario que es en este año y el se sirbe dellos contra mi voluntad y como soy mujer y el persona poderosa estoy desposeída dellos”.[6] Esta acción repudiable constituía un flagrante abuso de autoridad y dejaba ver a las claras cómo el machismo y la violencia contra la mujer, muy frecuentes en nuestros días, tiene antecedentes muy visibles en la época colonial. Por lo demás, se trataba de un despojo descarado validado por la fuerza.

Al quitarle los indios a su legítima encomendera se extinguió la encomienda y las tierras de Camacho se convirtieron en realengas, es decir, pasaron a ser propiedad del rey, pero como solía acontecer en esos tiempos, no tardarían en ser nuevamente otorgadas mediante mercedes reales, que casi siempre se solicitaban cuando ya habían sido ocupadas por los solicitantes. Años más tarde, otro miembro de la familia Barros, don Nicolás, heredó la encomienda de Galapa; además, solicitó en 1637 al Cabildo de Cartagena una nueva merced de tierras de seis caballerías que le fue concedida, y posteriormente le compró cuatro más a Pedro Vásquez Buezo con las cuales completó una extensión de diez caballerías. Pero don Nicolás, típico terrateniente de la época, consideraba que la tierra que le pertenecía era toda la que pudiera abarcar con su mirada, ubicándose en un punto alto que le sirviera de atalaya, y aún más allá. Sumaba peras con manzanas y englobaba la encomienda de Galapa con la merced de tierras recientemente recibida más las hectáreas compradas, de tal manera que su dominio territorial se extendía hasta las riberas del Río Grande, incluyendo los playones o “tierras de Camacho”.

Allí en esas vegas del río, don Nicolás, uno de los mayores potentados de ese período de feudalismo colonial,[7] construyó la casa de su hacienda en una fecha que el historiador Blanco ubica entre 1627 y 1637. Esta inferencia cronológica, respaldada con aportes documentales, le sirve al autor para plantear el siguiente interrogante: ¿no será acaso que cuando el general Juan José Nieto escribió que Barranquilla fue fundada en 1629, en realidad quiso decir que San Nicolás (la hacienda) fue establecida o fundada en 1629?[8] De ser así, la fecha fundacional que menciona el general Nieto recogida luego por don Domingo Malabet en un artículo de 1891 titulado Fundación de Barranquilla, y publicado en 1922 por José Ramón Vergara y Fernando Baena, corresponde más bien a la construcción de una casa y no a la fundación de una ciudad.[9] Sin embargo, vale la pena señalar que las haciendas fueron en muchas ocasiones el embrión a partir del cual se formaron los llamados “sitios de  libres”.

Barranquilla no fue fundada en el sentido estricto de la palabra, sino el resultado de un proceso gradual de aglomeración de vecinos libres que, en un principio, fueron los arrieros, vaqueros y peones, además de los “agregados” o mantenidos en la hacienda de don Nicolás de Barros, y luego con el paso del tiempo el conglomerado humano se fue acrecentando con la llegada de artesanos de Malambo, Soledad y Galapa. Es decir, a imagen y semejanza de los playones e islotes que se forman por acumulación de capas aluviales, Barranquilla surgió por la agregación de oleadas demográficas sucesivas que agrandaron el núcleo poblacional donde se inició.

Cómo se produjo esa transformación que convirtió a un pueblo de indios en un sitio de vecinos libres es un asunto que requiere todavía más investigación, pero el profesor Blanco plantea una interpretación según la cual el propietario Barros se vio en la necesidad de permitir a los “concertados”[10] y agregados, así como a los indígenas y esclavos negros vinculados a su hacienda, que construyeran bohíos de vivienda dentro de los linderos de su propiedad. No era un acto de generosidad sino una manera de lograr una mayor eficiencia en las actividades agropecuarias que allí se desarrollaban, tal como lo hicieron otros encomenderos o hacendados de la época. Y esa aglomeración de ranchos donde se albergaban los labriegos que prestaban servicios en la hacienda más las viviendas rústicas de los “arrimados” conformaron el embrión social de donde surgió la pujante capital del Atlántico.

Pero la obra de José Agustín Blanco apunta a objetivos de más vastos alcances: es una investigación rigurosa y completa de toda la historia colonial del Partido de Tierradentro. En su análisis no queda un solo centímetro cuadrado del actual Departamento del Atlántico que no sea examinado exhaustivamente con su lupa de acucioso investigador. Más de veinte años de intensa búsqueda por bibliotecas y archivos le permitieron escudriñar a nivel de detalle los orígenes y fundación de todos los municipios y corregimientos del Atlántico, el poblamiento de su territorio y su evolución político-administrativa. La prolija investigación sobre los orígenes y poblamiento de Barranquilla sorprendió a los intelectuales de esa urbe que, de inmediato, advirtieron que se trataba de un trabajo muy serio que revelaba hechos importantes hasta entonces desconocidos y replanteaba las leyendas y mitos que se habían venido trasmitiendo de generación en generación.

Con este trabajo de investigación se demostraba que Barranquilla y el Atlántico sí tienen historia, pero faltaban historiadores que empezaran a escribirla con rigor científico. José Agustín Blanco fue pionero en ese exigente experimento. Después surgiría en los años ochenta un grupo de jóvenes profesionales de la historia que continuarían ese trabajo de investigación. Entre ellos, vale la pena señalar a Eduardo Posada, Gustavo Lemus, José Lobo Romero y Sergio Solano, pero la lista incluye a otros más, porque si algo importante ha tenido el trabajo iniciador del profesor Blanco es que ha servido de estímulo para que muchos más transiten por la senda de la investigación histórica.

Todas las encomiendas y mercedes de tierra que se otorgaron en los siglos XVI, XVII y primeros años del XVIII son analizadas en forma exhaustiva por el diligente y riguroso  historiador. Igualmente investiga el nacimiento y desarrollo de las principales haciendas del Partido de Tierradentro en la época colonial, incluida la de Majagual que no estaba dentro de los linderos de esa jurisdicción, pero que cumplía como todas ellas un papel importante en la provisión de alimentos y materias primas para la capital de la Provincia. El profesor Blanco examina cuidadosamente las formas de vida en esas haciendas, sus modos de producción y el papel que cumplieron varias de ellas como célula inicial de pueblos o doctrinas de indios que luego devendrían en sitios de libres.

Apoyándose en los informes de las visitas realizadas por don Antonio González en 1589 y Juan de Villabona Zubiaurre en 1610, el autor elabora un inventario completo de las encomiendas que abarcaban todo el territorio del actual Departamento del Atlántico. En su investigación hace un certero análisis de la explotación de tinte feudal a que eran sometidos los indígenas, quienes debían laborar cultivando rozas y, además, pagar un tributo anual equivalente a un almud[11] de maíz en grano. Los indios debían cultivar tres o cuatro rozas, pero la de mayor extensión era la destinada a pagar el tributo a las autoridades coloniales. Doce indios útiles de trabajo tenían la obligación de sembrar, recoger y beneficiar una fanega de sembradura[12], de suerte que el aporte de cada uno equivalía a un almud. También debían cultivar maíz en otra roza para pagarle los honorarios al cura doctrinero por la enseñanza de la doctrina recibida, además del cereal necesario para su alimentación. Como es dable imaginar, los pleitos eran muy frecuentes entre el encomendero y el cura por la cantidad que debía recibir este último en razón de los servicios prestados. Los únicos que no recibían salario eran los indígenas que debían contentarse con su ración alimenticia como única retribución. En algunos casos, como en el de los indígenas de las cercanías de Cartagena el tributo lo pagaban los indios en pescado, porque allí las tierras no eran propicias para las siembras de maíz.

Durante el siglo XVII se empieza a intensificar el poblamiento del territorio conocido como Partido de Tierradentro, pero todavía la mayoría de esos pobladores vivían diseminados en un área relativamente extensa de los diferentes curatos. En este contexto, es pertinente señalar que el modelo de poblamiento que utilizaron en un principio los conquistadores y autoridades españolas produjo la concentración de los habitantes en áreas ya pobladas por indígenas, porque su interés primordial no era colonizar la tierra sino explotar sus recursos utilizando la mano de obra aborigen, además de la de los esclavos. Pero este modelo de poblamiento dejó enormes extensiones de tierra desocupadas[13] que constituían una parte considerable del hinterland, es decir, aquellas tierras alejadas de la costa y de los asentamientos urbanos más importantes. En estas extensiones poco habitadas quedaban todavía algunas tribus que se resistían a la dominación española, pero también fueron llegando a esas áreas abandonadas colonos y pequeños parceleros, y en algunos casos indígenas y esclavos que huían de sus amos y se agrupaban en “rochelas” y “palenques” para defenderse de sus dominadores. Había mucha tierra y poca gente en comparación con el espacio del que podían disponer, lo que propiciaba la dispersión de sus moradores, que apenas se asociaban formando grupos muy reducidos conocidos en el lenguaje de la colonia como sitios de libres o simplemente “sitios”.

La abundancia de tierra se convertía en una tentación para militares y funcionarios españoles que accedían a ellas mediante una figura del derecho indiano conocida con el nombre de mercedes de tierras, otorgadas a personas que hubieran prestado servicios distinguidos a la causa del rey.  De esta manera  se traspasaba la propiedad de áreas muy extensas a personas que hacían valer algún tipo de merecimientos para obtenerlas.[14] Este procedimiento se empleaba cuando no había pueblos de indios en el área otorgada. Cuando existían poblados indígenas se utilizaba la encomienda, institución que tenía características muy diferentes. Según J.M. Ots Capdequi: “Por la encomienda un grupo de familias de indios, mayor o menor según los casos, con sus propios caciques, quedaba sometido a la autoridad de un  español encomendero. Este señor se obligaba jurídicamente a proteger a los indios que así le habían sido encomendados y a cuidar de su instrucción religiosa con los auxilios de un cura doctrinero. Adquiría el derecho de beneficiarse con los servicios personales de los indios para las distintas necesidades del trabajo y de exigir de los mismos el pago de diversas prestaciones económicas”.[15] A partir de 1542, con la promulgación de las Leyes Nuevas de Indias sólo era dable al encomendero exigir el pago de un tributo pero no la prestación de servicios personales, aunque estas disposiciones fueron frecuentemente burladas, y sólo con su abolición definitiva cesaron los abusos cometidos contra los aborígenes.

En el siglo XVII se otorgaron numerosas mercedes de tierras, y en la región central de Tierradentro se adjudicaron varias que aparecen inventariadas en la obra del historiador Eduardo Gutiérrez de Piñeres, Documentos para historia del Departamento de Bolívar[16]. De esas “mercedes” es importante resaltar dos de ellas, porque delimitaban extensiones de tierra que llegaban hasta lo que hoy es perímetro urbano de Sabanalarga. Una de esas adjudicaciones correspondió a don Alonso de Muñoz de Piedrola”, a quien se le adjudicaron el 12 de dociembre de 1623 “cuatro cavallerías de tierras, en la Tierra adentro, junto a las savanas desde el agua del Salto, corriendo hazia el Cascajal, sin perjuicio”.[17] A su turno, a Matheo del Solar se le otorgó “el dicho 12 de diciembre de 1623 cuatro cavallerías de tierras, en la Tierra adentro, junto al pueblo que se decía Suribana, linde con tierras que se dieron a Alonso de Muñoz de Piedrola”. [18]

Aún cuando la definición de estos linderos es bastante vaga e imprecisa, de todos modos a partir de ella se puede deducir que las tierras otorgadas a Matheo del Solar, que lindaban con la merced de Alonso de Muñoz, debían ser contiguas a ésta por el occidente,[19] y abarcaban una gran parte de lo que hoy es la ciudad de Sabanalarga; en efecto, como el propio documento reza, la merced se extendía hasta las proximidades del lugar donde existió el pueblo indígena de Suribana, que estaba localizado probablemente donde hoy se encuentra la subestación eléctrica de ISA, próxima al Polideportivo de Sabanalarga, según el testimonio que don Eustorgio Rodado y José Rafael de los Ríos le dieron a José Agustín Blanco en una amena conversación celebrada en la casa de mi padre. Los dos ciudadanos mencionados coincidían en haber escuchado de sus antepasados, que allí, en ese sitio, estuvo asentado el pueblo indígena de Suribana, y recordaban que en sus cercanías hubo una propiedad rural con el nombre del topónimo Suribana.

Por supuesto, no hay ninguna duda de que este pueblo aborigen existió. No sólo se menciona en el documento mediante el cual se le concede una merced de tierras a Matheo del Solar. También  aparece en la lista de pueblos indígenas inventariada por José P. Urueta en su obra Documentos para la historia de Cartagena, Tomo 1.[20] Igualmente aparece en la relación que Eduardo Lemaitre hace de 101 pueblos indígenas de la Provincia de Cartagena. Dice así, el prestigioso historiador: “Los cronistas nos han conservado, y los reproducimos a manera de una curiosidad digna de conocerse, los nombres de los principales pueblos en que se agrupaban aquellos primitivos indígenas, los cuales nombres subsisten todavía en muchos casos como puede comprobarse con la siguiente enumeración: Abibe, (María de la Baja), Achí, Alipaya (Santa Rosa), Ayapel, Bahaire (Barú), Baranoa, Bentancí, Baruaco (Luruaco), Caramari o Calamari (Cartagena), Caluma, Canapote, Caricox (Santa Ana), Carón (en Tierra Bomba), Cereté, Cibarco, Cipacúa (Zipacoa), Cipagua, Cicuco, Cocó (Cocón en Barú); Codego (en Tierra Bomba); Colomboy, Colosimá (San Carlos), Colosó, Cornapacúa (en Cartagena); Cotocá (en Lorica); Chambacú (a orillas del río Magdalena); Chenú (Chinú), Chimá, Chiscas, Chochó, Chuchurrubí (en Chinú), Galapa, Gayepo (Guayepo), Guamoco (Gamocó), Guanatá (Guanantá), Guaranda, Guaso, Guataca, Hibácharo, Hincapié (Yucal), Huramaya (cerca de Mazaguapo); Iracá, Jegua, Luricá, Mahates, Malambo, Mamón (en Mopós); Marralú, Matarapa (Maparapa), Mazaguapo (Amansaguapo), Mexión (San Andrés de Sotavento); Menchiquejo, Matuna, Miguay, Mocacá, Mocarí, Momil, Mompox, Monsú (cerca de Rocha); Morroa, Pichon (Piojó), Rotinet, Saco, Sahagún, Sampués, Saheba (Sajeba), Simití, Sincé, Suribana, Tacaloa, Tacamocho, Tacalasuma, Tacsuam (San Benito Abad), Taive, Talaigua, Tameno (cerca de Piojó); Tesca, Tigua, Tiguala, Yijó (Tijó), Timaná, Timiriguaco (Villanueva), Tiquicio, Tocahagua, Tolú, Tubará, Tucurá, Turbana, Turipana (Palmar de Candelaria), Uré, Usiacurí, Yagare, Yatí, Yepo, Yumal, Yurbaco (Turbaco), Zamba (Galerazamba), Zapaná, Zencerí (Sincerín), Zispata (Zapote) y Zispataca”.[21]

Efectivamente, muchos de los nombres listados subsisten, como lo afirma Lemaitre, pero también algunos de ellos han desaparecido, y en otros casos los nombres se modificaron en el momento de la fundación de un nuevo pueblo sobre las ruinas del poblado aborígen o en sus cercanías. La conquista fue arrasadora, aún en los casos en que los indígenas no presentaban resistencia, porque los conquistadores en muchas ocasiones ordenaban arrasar y quemar los pueblos de los nativos aduciendo diversas razones. Unas veces porque no querían dejar vestigios de una civilización que consideraban salvaje; en otras ocasiones por fanatismo religioso que los llevaba a destruir no sólo los ídolos y templos de los indios sino las chozas donde vivían, lo que los obligaba a huir a lugares lejanos; el incendio de las rústicas viviendas era utilizado para amedrentar a los aborígenes por el temor que suscita el fuego.

Son muchos los episodios de esta naturaleza que narran los cronistas y los propios conquistadores. A manera de ejemplo, veamos lo que dice el conquistador Pedro de Heredia, refiriéndose a una de las dos acciones de guerra libradas contra el cacique Carex en Tierrabomba, en carta dirigida all emperador Carlos V: “Hera el pueblo tal que hazía dos oras que andávamos peleando con ellos, y no habíamos llegado a la mitad del pueblo, y creyendo ponerles temor híceles poner fuego, y mientras el pueblo ardía nos rretiramos a unas labranzas a rrehazernos, a donde estando que estávamos vienen los indios a dar con nosotros; tornamos allí a pelear con ellos; como los tomamos fuera de la fuerza del pueblo, desbaratámoslos; luego tornámonos para rrehazernos otra vez y todos juntos acordamos de yr otra vez al pueblo; (pero) cuando fuymos no hallamos ya a nadie, porque todos eran ydos huyendo…”[22].

Otro episodio con idéntico desenlace lo cuenta Fray Pedro Simón, respecto de un pueblo cercano a Turbaco: “Llegaron al pueblo al rayar el alba, y hallándole desapercibido, no obstante el aviso que con sus acostumbrados gritos daban las guacamayas de los árboles y casas, divididos los nuestros en dos mangas, les embistieron los nuestros con tal traza, que pegando fuego a los buhíos y huyendo dellos los bárbaros (los indios) por no quemarse, daban en las manos de los soldados, en las cuales morían, por haberse echado bando que no tomase indio a vida. Esta disposición de los españoles inspiró tal temor a aquellos salvajes, que tenían por menor mal abrasarse dentro de sus casas que morir a manos de los invasore; con lo cual unos se encerraban con sus mujeres e hijos, y otros habiendo salido y visto lo que pasaba, se volvían a entrar por medio de las llamas, donde encotraban la muerte de que en vano se guarnecían”.[23] Era, pues, un extermonio total de vidas y bienes.

Como se puede ver, la práctica de arrasar y quemar pueblos indígenas, o la huida de sus habitantes por la feroz persecusión del conquistador español, puede explicar por qué el pueblo indígena de Suribana había desaparecido ya en el año de 1623 cuando se otorgaron las mercedes de tierras que atrás comentamos. Estos aborígenes conformaban la tribu más cercana al lugar donde se fundó Sabanalarga. Los indígenas que se asentaron a orillas de la Laguna de Guájaro, espejo de agua que en los documentos coloniales aparece como Ciénaga de Choa u Ochoa, estaban un poco más distante del centro de gravedad del pueblo. Es posible que ambas tribus estuvieran bajo el dominio de un cacique mayor, quizá de Usiacurí o de Piohon o Pichón, que le dio nombre al pueblo de Piojó.   

Al despuntar el siglo XVIII, las autoridades españolas empezaron a advertir los problemas y dificultades que debían enfrentar para cumplir con los los objetivos de la Corona encaminados a afianzar institucionalmente el Imperio español. Ni la admistración de la justicia ni la evangelización se podían realizar eficientemente con una población desparramada en extensiones inmensas carentes por completo de vías de comunicación. A esos sitios sólo se podía llegar después de largas jornadas a través de trochas y caminos muy difíciles de cubrir. A partir de 1740 y hasta 1788 los virreyes promovieron una serie de expediciones de conquista y reasentamiento forzado contra estos pobladores diseminados en el interior de las provincias. Pero la espada iba siempre acompañada de la cruz, no sólo por el patronato que ejercía la Corona, sino porque “España combinaba la intervención militar con la expansión misionera para imponer la autoridad real” a las minorías díscolas a las que veían como grupos antisociales que huían de la civilización española.[24]

En el caso particular del Caribe colombiano, y más específicamente de la Provincia de Cartagena,  hubo cuatro expediciones que se dirigieron a diferentes zonas para adelantar ese proceso de reubicación y agrupamiento forzado. Una de esas misiones y la primera en el tiempo fue precisamente la encomendada por el Virrey Sebastián Eslava al corregidor y alcalde pedáneo de Soledad Francisco Pérez de Vargas, tarea realizada entre 1743 y 1744, como respuesta a las numerosas quejas que se recibían de la región central de Tierradentro, a través de misivas escritas por el “Vicario y Cura propio” Joseph Valentín Rodríguez. En esas comunicaciones, fechadas el 9 y 28 de agosto de 1742, el sacerdote manifestaba la penosa situación en que se encontraba el Curato de Sabanalarga que, según su estimación, contaba entonces con 300 vecinos o cabezas de familia, diseminados en 38 sitios, algunos de los cuales se encontraban a 9 leguas del sitio de su ermita, la cual estaba mal ubicada y en un lamentable estado. Se quejaba el Vicario de que debía recorrer largas distancias salvando obstáculos y barrizales para llegar a los lugares donde vivía la gente. En esas condiciones los potenciales feligreses no asistían a misa, los niños eran bautizados cuando ya estaban crecidos y el sacramento de la extremaunción se administraba a los difuntos cuando ya tenían varios días de fallecidos, porque sus familiares no lo enterraban hasta tanto no llegara el señor cura.

La misión encomendada por el Virrey a Francisco Pérez de Vargas tenía como objetivo primordial agrupar a los nativos en un sitio nucleado con el propósito expreso de cristianizarlos y facilitar la administración de la justicia. Para cumplir ese cometido lo único indispensable era contar con una iglesia, una cárcel y las casas que fueren menester para ubicar a las familias de los vecinos libres, y por ahí se empezó. La mayoría de los pobladores moraban en bohíos regados en una dilatada llanura de suaves oscilaciones y no había montañas prominentes en varias leguas a la redonda. En unos pocos casos se encontraban grupos de tres o cuatro viviendas relativamente cercanas pero sin llegar a constituir un poblado.

El sentimiento de arraigo de los labriegos que vivían entrañablemente unidos a sus parcelas y la férrea voluntad de esos primitivos pobladores se conjugaron para oponerse con tenacidad a la recomendación de algunos funcionarios de la Corona que insistían en reasentar a los rústicos colonos a orillas del río Yuma, donde había agua en abundancia, cañas para los entramados de las casas y palmas para techar. Era apenas el obedecimiento de una orden imperial. “Procuren tener el agua cerca y que se pueda conducir al pueblo y heredades, derivándola si fuera posible, para mejor aprovecharse de ella, y los materiales necesarios para edificios, tierra de labor, cultura y pasto, con que excusarán el mucho trabajo y costo que siguen de la distancia. No elijan sitios para poblar en lugares muy altos, por la molestia de los vientos y dificultad del servicio y acarreo, ni en lugares muy bajos, porque suelen ser enfermos, fúndese en los medianamente levantados…”, había sentenciado el emperador Carlos V en una ordenanza de 1526, y ese consejo, con tufillo de mandato, fue también norma de sus sucesores en el trono de España.[25] Después de acaloradas discusiones donde se debatieron con ardor razones en favor y en contra de las dos opciones propuestas para asentar a los nuevos pobladores, prevaleció el criterio de quienes abogaban por fundarlo en el interior del territorio, alejado del río. Es decir, la fundación de Suribana fue el resultado de una acto de rebeldía de los primeros colonos o moradores de la región central de Tierradentro, que se oponían con tenacidad a ubicarse en las cercanías de una gran corriente de agua dulce.

Aun cuando esta postura parecía una terquedad en contravíadel sentido común, era en el fondo un acto de terquedad racional y una muestra de agudeza provinciana, porque esos primitivos pobladores intuían que muy cerca del sitio mediterráneo escogido encontrarían manantiales de agua fresca y limpia y acuíferos, cuya existencia se comprobaría años más tarde con sondeos y estudios geológicos. Pero en la mente de esos primitivos colonos había otra razón importante: el lugar que preferían para fundar el poblado ofrecía un beneficio invaluable, ya que les permitía estar a salvo de las devastadoras crecientes del río, cuyas aguas llegan acrecidas a estas planicies aluviales después de recorrer 1.500 kilómetros de obstáculos, zigzagueando promontorios y metiéndose por estrechos vericuetos como una serpiente perseguida.

A propósito del agua, al profesor Blanco, como geógrafo que enseñó durante muchos años geografía física, siempre le ha preocupado el agotamiento de las fuentes de agua, subterráneas o superficiales, por la intensa deforestación que ha sufrido la que otrora fuera una tupida y vigorosa floresta que cubría la extensa cuenca del Río Magdalena. Y también le preocupa el mal uso de los recursos naturales que ha producido denudación de los suelos y sedimentación en los cauces de los ríos y de las corrientes menores que los alimentan. Desde la fundación de Sabanalarga a mediados del siglo XVIII, el suministro del agua constituyó un desafío enorme de sus habitantes y de los gobernantes. Ese desafío todavía continuaba dos siglos más tarde, circunstancia que motivó a la alcaldesa de entonces, doña Juana de J. Sarmiento, a liderar una campaña encaminada a dotar de agua al municipio a través de pozos artesianos. Pero la solución que se buscaba se frustró por diversas razonesy la burgomaestre tuvo que abandonar con desilusión sus loables empeños. La solución definitiva llegaría 263 años después de la fundación del pueblo, cuando se terminó de construir el acueducto que trae el agua desde el río Magdalena, después de pasar por una moderna planta de tratamiento. Los sabanalargueros nunca aceptaron que su pueblo se asentara a orillas del Rio Yuma como lo querían los funcionarios españoles de la colonia, y aún cuando esa actitud parecía bastante incomprensible, esa decisión evitó que el Sitio fuera asolado por las devastadoras inundaciones.

En este contexto vale la pena aclarar que no es el río el que se mete en las calles y en las residencias de los pueblos ribereños; son sus habitantes los que han ocupado las vegas del río, que son parte de su espacio natural, y esa acción antrópica enfurece a la impetuosa corriente desbordándose sobre sus invasores. La única manera de darle órdenes a la naturaleza es obedeciéndola, dijo Aristóteles. Cuando los humanos la contravienen deben esperar funestas consecuencias.

Ojalá que esa misma terquedad que afloró desde la fundación de nuestro pueblo siga acompañando a los sabanalargueros para mantener incólume su más valioso patrimonio: la pasión por la cultura. Hay que tener conciencia de ese legado, para amarlo, cuidarlo y engrandecerlo, porque toda esa herencia que utilizamos en nuestras vidas debemos traspasarla enaltecida a aquellos que nos habrán de suceder en la interminable carrera de relevos que es la vida humana.

Carlos Rodado Noriega,
 en el acto de presentación
de la obras completas
en sabanalarga
El legado más importante que José Agustín Blanco le va a dejar a los sabanalargueros es su pasión por escudriñar el pasado, para saber de dónde venimos si queremos tener un sentido de la orientación histórica, y para saber hacia dónde nos dirigimos. Conociendo nuestras raíces, sentiremos orgullo por lo propio y mientras más profundos sean los estratos raigales con los que nos identifiquemos, más seguridad y confianza tendremos en nuestra capacidad para alcanzar metas más altas y propósitos más nobles en la vida.

Este pueblo no se ha distinguido por tener fábricas o chimeneas. La industria floreciente que hemos tenido aquí, ha sido la del amor a la sabiduría. Ojalá que podamos seguir cultivando todas las actividades que guardan estrecha relación con el intelecto, para que nuestro terruño se mantenga fiel a su vocación más genuina y se pueda proyectar y dar a conocer ante el mundo como un lugar donde la cultura florece como una  perdurable primavera del conocimiento.

MUCHAS GRACIAS



[1]José Agustín Blanco Barros. Obras completas. Segunda Parte. Jorge Villalón y Alexander Vega, Editores. Universidad del Norte. 2014 p. 110.Los más eminentes historiadores cartageneros apenas le han dedicado unas pocas cuartillas a la historia colonial de la región conocida como Barlovento. La investigación de José Agustín Blanco, sobre esta parte de la antigua Provincia de Cartagena, tampoco ha tenido en la ciudad heroica el reconocimiento ni la divulgación que merece.
[2]En el prólogo de su trabajo titulado: El censo del Departamento del Atlántico (Partido de Tierradentro) en 1777. Véase Boletín de la Sociedad Geográfica de Colombia. Volumen XXVII, No. 104, 1972.
[3] “Santa Ana de Baranoa: de pueblo de indios a parroquia de vecinos libres (1745)”. En Divulgaciones Etnológicas, Segunda Época, Barranquilla, 1980. Véase también José Agustín Blanco Barros. Obras Completas. Jorge Villalón y Alexander Vega, Editores. Universidad del Norte. Primera Parte, 2011. p. 31. Véase también Op. Cit., Segunda Parte, 2014, p. 110.
[4]José Agustín Blanco…Op. Cit. Segunda Parte. p.102.
[5]Op. Cit. Primera Parte, p. 102
[6]José Agustín…Op. Cit. Primera Parte. p.103.
[7]Después de la muerte de don Nicolás de Barros, acaecida en julio de 1658, se realizó el inventario de sus bienes en 1659, y allí se estableció que, además de las tierras en las que ejercía dominio y de las casas que poseía en la encomienda de Galapa y en la hacienda de San Nicolás, dejaba 248 cabezas de ganado vacuno, 276 cerdos, 18 caballos, 12 mulas y todos los arreos necesarios para las bestias. Op. Cit. Primera Parte, p. 118.
[8]Ibidem. Primera Parte, pp. 122-123
[9]Vergara José R., y Baena, Fernando. Barranquilla su pasado y su presente. Barranquilla. Banco Dugand, 1922, pp. 69-87
[10]Los “concertados” eran los arrieros, vaqueros y peones que prestaban su servicio recibiendo un salario. Los “agregados” eran laspersonas que por estar impedidas o tener un vínculo familiar o de compadrazgo con los dueños de la casa  hacían parte del entorno familiar y  eran mantenidos por el jefe del hogar.
[11]El almud es una medida de capacidad, utilizada para mensurar áridos. El almud un cajón de madera en forma de tolva para facilitar el vaciado de los granos contenía 22 kilogramos de cereal.
[12]Una fanega de sembradura es un espacio de 80 por 80 metros; es decir equivale al 64% de una hectárea.
[13]Este fenómeno se podía observar aún a finales del siglo XVIII, como se puede advertir en un informe del Virrey Antonio Caballero y Góngora donde lo pone de manifiesto. Véase Antonio Caballero y Góngora, Relación del estado del Nuevo Reino de Granada (1789), en Relaciones e informes de los gobernantes de la Nueva Granada, editor Germán Colmenares. Banco Popular, Bogotá, 1989, vol. 1, pp 308 y 309.
[14]Las mercedes de tierras podían ser otorgadas, por expresa delegación del rey, en los virreyes, presidentes de Audiencia, gobernadores o cabildos. En el caso de Tierradentro esa delegación la tenía el Cabildo de Cartagena, mediante real cédula de 5 de enero de 1550. En no pocos casos estas posesiones fueron otorgadas a personas sin mayor merecimiento, pero con mucha capacidad para la intriga y el tráfico de influencias ante la entidad edilicia.
[15]Ots Capdequi, J.M. El Estado Español en las Indias. Fondo de Cultura Económica. México, 1941, pp 25 – 27.
[16]Gutierrez de Piñeres, Eduardo. Documentos para la historia del Departamento de Bolívar. Imprenta Departamental de Bolívar, Cartagena, 1924, p. 128 y ss.
[17]Era costumbre en el período colonial colocar en los documentos, mediante el cual se otorgaban mercedes de tierras, la expresión “sin perjuicio”, que era una forma abreviada para significar que ese traspaso de propiedad debía ser: sin causarle agravio a los indios; sin perjudicar a terceros; y sin que la merced que se concedía implicara autoridad o mando sobre los habitantes de las tierras concedidas. Véase José María Ots Capdequi, España en América. Publicaciones Universidad Nacional, Bogotá, 1948, pp 75 y ss.
[18]Detrás del estanque conocido por los sabanalargueros como Arroyo Sucio, estaba la finca denominada El Salto, que debía su nombre a un salto de agua que se formaba en un despeñadero de la finca. Es muy probable que el salto al que se refiere el documento colonial para definir los límites de la merced sea ese, ya que el área otorgada se prolongaba hacia el Cascajal, que con seguridad se refería a formaciones de cascajos, abundantes en el lugar donde se fundó el corregimiento que hoy en día lleva ese nombre.
[19]Si la merced de Alonso de Muñoz se extendía de El Salto hacia el oriente, y era contigua a la de Matheo del Solar, la de éste debía extenderse hacia el occidente. La otra alterativa es que la merced de Matheo del Solar lindara con la de Alonso Muñoz por el lado norte del área concedida a éste último, pero a nuestro juicio, esa hipótesis es menos probable porque en ese caso la merced del primero no quedaría “junto” al pueblo que se decía de Suribana, según la probable ubicación de este poblado indígena. 
[20]Urueta, José P. Documentos para la historia de Cartagena. Compilados por el autor. Editor desconocido, 1887.
[21] Lemaitre, Eduardo. Historia General de Cartagena. Tomo I. Banco de la República, Bogotá, 1983, p. 4.
[22]Ibidem. Tomo I. pp 48 -51.
[23]Simón, Fray Pedro. Tercera noticia historial de la conquista de Tierra Firme en las Indias Occidentales. Publicaciones Españolas. Madrid, 1961, p. 18.
[24]Helg, Aline. Libertad e Igualdad en el Caribe Colombano. 1770 -1835. Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2010. pp. 51 - 65
[25]Felipe II hizo también recomendaciones similares, y todavía a finales del siglo XVII en la Recopilación de las Leyes de los Reynos de Indias, adelantada por instrucciones del Rey Carlos II se reproducen, en el Título 7, Libro 4º., las leyes 1,3, 4, 5, y 6, que versan sobre las condiciones geográficas y climatológicas que se deben tener en cuenta para situar un pueblo en los dominios españoles.