PALABRAS PRONUNCIADAS POR
EL DOCTOR CARLOS RODADO NORIEGA, CON MOTIVO DE LA PRESENTACIÓN DEL SEGUNDO TOMO
DE LAS OBRAS COMPLETAS DE JOSÉ AGUSTÍN BLANCO, EN LA CASA DE LA CULTURA DE
SABANALARGA. SEPTIEMBRE 12 DE 2014.
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José Agustín Blanco, dialogando con Carlos Rodado. |
Señoras y señores:
Ha tenido la Universidad del Norte, por
iniciativa de los profesores Jorge Villalón Y Alexander Vega, la feliz idea de
realizar en Sabanalarga una presentación del segundo tomo de las Obras Completas de José Agustín Blanco
Barros. Permítannos, distinguidos profesores, agradecerles de manera muy
especial el gesto que han tenido con esta ciudad que sabe todo lo que ustedes
han venido haciendo por recopilar, ordenar y publicar los trabajos y las
investigaciones de uno de los historiadores más ilustres del Caribe colombiano.
Este acto tiene para nosotros una singular
significación no sólo por ser el autor de esas Obras oriundo de este pueblo, sino porque fue el incontenible deseo
de rastrear los orígenes y la fundación de su terruño lo que llevó al insigne geógrafo
e historiador a adentrarse en toda la historia colonial del antiguo Partido de
Tierradentro.
Hace 38 años, en una visita que le hice
al profesor Blanco en su casa del Rincón de los Andes en Bogotá, tuve el
privilegio de escuchar de su propia voz los relatos sobre el poblamiento y
fundación definitiva de Sabanalarga. Me leyó varias páginas de un manuscrito
inédito, y me comentaba emocionado los importantes hallazgos de su perseverante
investigación, soportados por testimonios documentales con los que esperaba
rectificar errores históricos que la tradición oral había venido perpetuando.
Advertí que se trataba de algo importante que merecía ser publicado por una
editorial o institución respetable para que esos folios, que escudriñaban el
pasado de nuestro pueblo, tuvieran una debida divulgación.
Para esas calendas, yo ocupaba el cargo
de Jefe de la Dirección de Desarrollo Social en el Departamento Nacional de
Planeación. Como tal, era miembro de varias juntas directivas de instituciones
del sector educativo, una de las cuales era COLCULTURA, en ese momento dirigida
por doña Gloria Zea de Uribe, con quien tenía mucho trato en razón de mis
responsabilidades en el organismo de planificación. Gloria me había ayudado ya
a colocar una partida para la creación de la Casa de la Cultura de Sabanalarga,
pero ese antecedente no me inhibió para plantearle una nueva solicitud. Le
conté con detalles los aspectos más relevantes de la investigación del profesor
Blanco y, de manera especial, la importancia de sus hallazgos relacionados con
la fundación de un pueblo que se había destacado por su indeclinable vocación
cultural. A la doctora Zea le pareció interesante un tema que ligaba lo
histórico con lo cultural y, por lo mismo, digno de ser publicado por la
entidad encargada de promover la cultura en Colombia. Me pidió que le llevara
el original de la referida investigación, que sería leído por un Comité
evaluador, pero me anticipó que si esa investigación tenía las características
y la calidad que yo le estaba narrando, no le cabía la menor duda de que sería
autorizada su publicación. Regresé a la residencia de José Agustín y le conté
la buena nueva, hecho que le causó mucha emoción, especialmente por el prestigio
de la entidad que auspiciaría la publicación. Y efectivamente así aconteció, porque
en 1977 salió a la luz pública el primer libro con el que nuestro coterráneo
incursionaba en el exigente campo de la investigación histórica.
Después vendrían en cascada otras
publicaciones, todas relacionadas con el territorio denominado por los españoles
Tierradentro, que en el siglo XVIII comprendía tres municipios que ya no hacen
parte del actual Departamento del Atlántico: Alipaya, hoy Santa Rosa;
Timiriguaco, hoy Villanueva; y Santa Catalina de Alejandría, conocida hoy simplemente
como Santa Catalina.
Una de las cosas importantes
de la investigación histórica adelantada por el profesor Blanco es que está
soportada con documentos y testimonios fidedignos. José Agustín, que nació con
una irrefrenable vocación de historiador, duró más de veinte años visitando con
asiduidad el Archivo General de la Nación, donde pasaba horas y horas descifrando
documentos escritos en paleografía española y examinando legajos de cinco
siglos de existencia. Pero ese esfuerzo ímprobo no fue en vano; al final su
tenacidad fue gratificada y pudo decir como el sabio griego: ¡eureka! Había
encontrado que la fundación definitiva de Sabanalarga no había sido en el siglo
XVI ni a comienzos del XVII (1620) como erróneamente se creía. La fundación
definitiva concluyó el 26 de enero de 1744, fecha en la que el alcalde pedáneo
de Soledad Francisco Pérez de Vargas, actuando como juez de comisión, le
informó al Virrey Eslava que había terminado satisfactoriamente la tarea que se
le había encomendado: agrupar a los moradores dispersos de la región central de
Tierradentro en una comunidad nucleada.
La
concentración de los pobladores le permitía al gobierno español cumplir más
eficazmente con la administración de la justicia y con la cristianización de
los “alarbes” o gentes incultas y rústicas que vivían diseminadas en el antiguo
Curato de Sabanalarga. Unos 38 “sitios”, ninguno de los cuales constituía por
sí solo una entidad nucleada, fueron obligados a establecerse en una comunidad.
Los “siete fundadores” de los que hablaba la tradición, y a los que alude el
himno del pueblo, no fueron fundadores en el sentido estricto de la palabra,
tan solo fueron rozadores dispersos que no conformaban un asentamiento urbano.
Fundar en la terminología de las Leyes de Indias exigía el cumplimiento de
requisitos legales e institucionales, y el acto mediante el cual se
protocolizaba la fundación generalmente estaba acompañado de una ritualidad
debidamente reglamentada, y si por alguna razón la fundación se realizaba sin
ritos, de todos modos era obligatorio levantar un acta que se debía hacer
llegar al Virrey o funcionario que había asignado la misión.
Para
Sabanalarga, que ha sido considerada como una población de gentes cultas, es
importante conocer sus antecedentes históricos y, especialmente, cómo y cuándo
brotaron sus perfiles de civilidad y de cultura. Su fundación misma fue una
manera de transformar a los “alarbes” o vecinos rústicos en “ciudadanos”, es
decir, en personas con derechos y obligaciones civiles. Años más tarde se
produciría otra transición igualmente importante: el paso de la civilidad a una
genuina vocación por la ilustración y la cultura.
Pero José
Agustín escribió no sólo sobre los orígenes y fundación de Sabanalarga sino
sobre todos los asentamientos humanos que fueron colmando el territorio del
Partido de Tierradentro. Como él mismo lo ha expresado de manera muy clara, su
trabajo apunta a “exhumar del olvido y del polvo en que se encuentra sepultada,
la mayor cantidad posible de información referente a la preciosa historia
colonial del Departamento del Atlántico, la cual aparece como un inmenso y
lamentable vacío en el conjunto de la historia nacional”[1]. Pero
la forma como empezó a realizar ese trabajo revela un entrañable amor por el
terruño que vio nacer a sus antepasados. Dice el historiador, con palabras
salidas de lo más profundo de su ser: “…lo que nos ha animado en estas
búsquedas e investigaciones es un indestructible afecto terrígeno, que procede
de la arcilla misma del Departamento del Atlántico y de generaciones que desde
hace centurias de ella se han nutrido”.[2]
Ese sentido de
pertenencia y ese afecto por sus raíces y por la tierra donde se criaron y
formaron sus ancestros, contrasta con la actitud de otras personas que le deben
mucho de lo que sona sus antepasados sabanalargueros, especialmente la agudeza
inquisitiva y el espíritu investigador, pero niegan cualquier vínculo con el
pueblo de sus mayores, aludiendo siempre a sus remotísimos orígenes europeos.
Siento un gran
aprecio y un profundo respeto por el doctor Rodolfo Llinás Riascos; tuve la oportunidad
de tratarlo cuando estuve de Embajador en España y me sentí muy complacido de
hacer gestiones para que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas con
sede en Madrid le extendiera una invitación a pronunciar una conferencia
magistral, en la que el profesor Llinás dejó una grata impresión entre sus
colegas científicos por su inteligencia, claridad y donosura con que expuso sus
teorías y conceptos.
Pero debo
confesar que me he sentido sorprendido al leer las respuestas que el doctorLlinás suele dar en sus
entrevistas a importantesmedios de comunicación cuando le recuerdan su ancestro
sabanalarguero o caribeño. El neurólogo no oculta su malestar con el periodista
que lo inquiere y entra en disquisiciones sobre el origen del apellido Llinás,
llegando incluso a referirse al homo
sapiens como antecedente remoto de todos los humanos para deshacerse de
cualquier vínculo con la región Caribe. Pero,
eso sí, a renglón seguido, cuando le preguntan que de dónde proviene su vena investigadora,
su inconsciente no duda en señalar que viene de su abuelo Pablo Antonio Llinás
Manotas que, según el prestigioso neurólogo, fue quien le inculcó el sentido de
la investigación, y en ese contextosiempre recuerda la maravillosaexperiencia
quetuvo en su infancia cuando “papaíto” Pablo le explicaba, rotando un cuchillo
o un palillo en un bloque de mantequilla, por qué vuelan los aviones. El abuelo
a quien él consideraba un verdadero sabio, le decía: el avión con sus hélices
se atornilla en el aire, y por eso no se cae. Pues bien ese abuelo,a quien se
le ocurrían cosas tan ingeniosas para contestarle preguntas a su nieto, nació y
se crió aquí en este pueblo, de su ambiente cultural se nutrió, y por eso pudo enseñarle
al nieto con ejemplos que le incendiaban la imaginación y lo convertirían más
tarde en el destacado científico de hoy.
A guisa de
ejemplo sobre el fastidio que le causa al doctor Llinás que lo liguen con el
Caribe colombiano, transcribo apartes de una de sus últimas entrevistas,
publicada por la Revista Bocas del periódico El Tiempo, el día 18 de noviembre
de 2013. Le pregunta en esa ocasión el periodista:
Finalmente, ¿costeño, bogotano o catalán?
Sé quién
soy y soy catalán. Casi no tengo nada colombiano. La gente piensa que los
Llinás somos de Sabanalarga pero, ¿cuánto tiempo duraron en Sabanalarga? Pues
dos generaciones. Pero ¿cuánto tiempo duraron en España? A ver, creo que mi
apellido tiene más o menos dos mil años. Aquí vino un señor catalán, le pareció
fantástico, consiguió mucha tierra y se devolvió. Entonces vinieron los hijos
por allá en 1860 y ahí empezó el cuento de que los Llinás eran costeños. Mi
abuelo se vino a estudiar medicina a Bogotá y se quedó. Mi papá nació en
Sabanalarga, pero se vino a los cuatro años. Yo soy bogotano.
Esta manera de expresarse no le queda bien a una
persona con el talento del prestigioso neurólogo. El nobel colombiano Gabriel
García Márquez nunca ha dicho que es vasco, aunque el apellido García es
originario de Euskadi. Y ni siquiera Bolívar que tenía sus ancestros más
cercanos en el norte de España llegó a sentirse más vasco que caraqueño. Todos
los colombianos queremos que Rodolfo Llinás sea galardonado algún día con el
premio nobel de medicina, pero sería muy triste que los periódicos registraran
la noticia diciendo: “un catalán ganador del premio nobel”.
Y por último es importante aclarar que el apellido
Llinás va a completar 200 años de estar radicado en Sabanalarga, lo que implica
que ocho generaciones han nacido y vivido aquí. Los miembros de esa distinguida
familia han descollado en diversas ramas del conocimiento y de la ciencia y han
tenido un desempeño sobresalienteen la academia, en la medicina, en el derecho,
en la diplomacia y en la política a nivel nacional y regional. Y todos ellos,
con excepción de Rodolfo Llinás, se sienten orgullosos de tener sus ancestros
en este pueblo.
Volviendo al
tema que nos convoca en el día de hoy, es importante señalar que inicialmente
el profesor Blanco se había propuesto indagar todo lo relacionado con el
complejo proceso de poblamiento de Colombia, pero entendiendo perfectamente los
límites que impone la longitud de la vida humana, se permitió hacer la
siguiente precisión: “Nuestro propósito inmediato quedará satisfecho cuando
lleguemos a cubrir todo el poblamiento atlantiquense de los siglos XVI, XVII y
XVIII”. Esta meta era de por sí bastante ambiciosa, pero José Agustín logró
culminarla exitosamente.[3].
Apoyado en la
prolija documentación que había hallado en el Archivo General de la Nación y en
la Biblioteca Nacional, se dio a la titánica empresa de contrastar lo que hasta
entonces se había escrito sobre el poblamiento de la parte norte de la
Provincia de Cartagena con los documentos de la época. Armado con esos
testimonios irrefutables puso en blanco y negro la verdad histórica, dejando
ver con claridad meridiana cuáles de esas versiones tenían fundamento y cuáles
no. De esa manera separó la realidad del mito y refutó leyendas que la
tradición oral había perpetuado, simplemente porque no habían pasado por el
escrutinio de la investigación histórica realizada con rigor científico.
Leyendo las
obras de José Agustín quedan probados varios hechos, de los cuales vale la pena
señalar: 1) que Sabanalarga no fue fundada en 1620 como se venía sosteniendo
por algunos historiadores; 2) que en 1680 no existían esas “partes de las
calles Grande y del Hatillo”, a las que se refirió Diego Llinás Manotas en un
artículo escrito en 1953, porque en esa fecha no había un poblado organizado, y
por lo tanto tampoco había calles; 3) que Barranquilla no fue fundada por unos
ganaderos de Galapa como lo sostenía de manera errónea una versión que empezó a
ventilar Juan José Nieto, y que luego fue recogida por don Domingo Malabet en
un escrito de 1891; 4) que lo primero que existió antes de la llegada de gente
blanca a lo que hoy se llama Barranquilla fue un pueblo de indios llamado
Camacho, “cuyos orígenes se hunden en la cronología de la prehistoria”[4]. Ese
pueblo se asentó en las orillas del Río Grande y al pie de unas barrancas que
años más tarde se bautizarían con el nombre de San Nicolás de Tolentino. El
pueblo de indios desapareció, pero un nuevo núcleo poblacional habría de surgir
años más tarde en los mismos playones donde estuvo asentado el pueblo aborigen,
ubicado a corta distancia de unos estribos naturales que servían de embarcadero
para personas, mercancías y otros haberes.
La historia
sobre la desaparición de ese pueblo de indios y la manera cómo resurgió
convertido en un sitio de vecinos libres amerita, como lo sugiere el profesor
Blanco, una investigación más profunda, pero él mismo aventura una hipótesis
que por estar soportada en documentos de la época tiene la fuerza de la verdad
histórica y resulta creíble. El curso de los acontecimientos, según el referido
historiador, se dio de la siguiente manera:
En 1549, los
indios de Camacho fueron dados en encomienda, por primera vez, al capitán
Domingo de Santa Cruz por los nobles servicios que le había prestado a la
Corona española, al defender heroicamente la ciudad de Cartagena de las
agresiones perpetradas por piratas franceses. Santa Cruz murió precisamente en
cumplimiento de su deber como militar en 1559.[5] Su
esposa, Ana Ximénez, recibió “en segunda vida” la encomienda que había
usufructuado su marido, ajustándose en todo a los requisitos legales exigidos
para recibir esa merced; un año más tarde, en 1560, en una carta enviada al
oidor y visitador Melchor Pérez de Arteaga, la viuda reclamaba justicia frente al acto arbitrario cometido
por don Pedro de Barros, encomendero de Galapa y alcalde de Cartagena;
manifestaba doña Ana en esa misiva, que Barros le había arrebatado todos los
aborígenes que conformaban el pueblo de indios y los había trasladado a su
encomienda para apropiarse de la mano de obra de los indígenas y utilizarla en
labores del campo. En su queja al visitador Pérez de Arteaga le decía
textualmente: “En el pueblo de Camacho
serán quinze indios con su cacique los cuales tenían su pueblo junto a
la mar a las bocas del rio grande, e los a recogido Pedro de Barros, Alcalde
Hordinario que es en este año y el se sirbe dellos contra mi voluntad y como
soy mujer y el persona poderosa estoy desposeída dellos”.[6]
Esta acción repudiable constituía un flagrante abuso de autoridad y dejaba ver
a las claras cómo el machismo y la violencia contra la mujer, muy frecuentes en
nuestros días, tiene antecedentes muy visibles en la época colonial. Por lo
demás, se trataba de un despojo descarado validado por la fuerza.
Al quitarle los
indios a su legítima encomendera se extinguió la encomienda y las tierras de
Camacho se convirtieron en realengas, es decir, pasaron a ser propiedad del
rey, pero como solía acontecer en esos tiempos, no tardarían en ser nuevamente
otorgadas mediante mercedes reales, que casi siempre se solicitaban cuando ya
habían sido ocupadas por los solicitantes. Años más tarde, otro miembro de la
familia Barros, don Nicolás, heredó la encomienda de Galapa; además, solicitó
en 1637 al Cabildo de Cartagena una nueva merced de tierras de seis caballerías
que le fue concedida, y posteriormente le compró cuatro más a Pedro Vásquez
Buezo con las cuales completó una extensión de diez caballerías. Pero don
Nicolás, típico terrateniente de la época, consideraba que la tierra que le
pertenecía era toda la que pudiera abarcar con su mirada, ubicándose en un
punto alto que le sirviera de atalaya, y aún más allá. Sumaba peras con
manzanas y englobaba la encomienda de Galapa con la merced de tierras
recientemente recibida más las hectáreas compradas, de tal manera que su
dominio territorial se extendía hasta las riberas del Río Grande, incluyendo
los playones o “tierras de Camacho”.
Allí en esas
vegas del río, don Nicolás, uno de los mayores potentados de ese período de
feudalismo colonial,[7]
construyó la casa de su hacienda en una fecha que el historiador Blanco ubica
entre 1627 y 1637. Esta inferencia cronológica, respaldada con aportes
documentales, le sirve al autor para plantear el siguiente interrogante: ¿no
será acaso que cuando el general Juan José Nieto escribió que Barranquilla fue
fundada en 1629, en realidad quiso decir que San Nicolás (la hacienda) fue
establecida o fundada en 1629?[8] De ser
así, la fecha fundacional que menciona el general Nieto recogida luego por don
Domingo Malabet en un artículo de 1891 titulado Fundación de Barranquilla, y publicado en 1922 por José Ramón
Vergara y Fernando Baena, corresponde más bien a la construcción de una casa y
no a la fundación de una ciudad.[9] Sin
embargo, vale la pena señalar que las haciendas fueron en muchas ocasiones el
embrión a partir del cual se formaron los llamados “sitios de libres”.
Barranquilla no
fue fundada en el sentido estricto de la palabra, sino el resultado de un
proceso gradual de aglomeración de vecinos libres que, en un principio, fueron
los arrieros, vaqueros y peones, además de los “agregados” o mantenidos en la
hacienda de don Nicolás de Barros, y luego con el paso del tiempo el
conglomerado humano se fue acrecentando con la llegada de artesanos de Malambo,
Soledad y Galapa. Es decir, a imagen y semejanza de los playones e islotes que
se forman por acumulación de capas aluviales, Barranquilla surgió por la
agregación de oleadas demográficas sucesivas que agrandaron el núcleo
poblacional donde se inició.
Cómo se produjo
esa transformación que convirtió a un pueblo de indios en un sitio de vecinos
libres es un asunto que requiere todavía más investigación, pero el profesor
Blanco plantea una interpretación según la cual el propietario Barros se vio en
la necesidad de permitir a los “concertados”[10] y
agregados, así como a los indígenas y esclavos negros vinculados a su hacienda,
que construyeran bohíos de vivienda dentro de los linderos de su propiedad. No
era un acto de generosidad sino una manera de lograr una mayor eficiencia en
las actividades agropecuarias que allí se desarrollaban, tal como lo hicieron
otros encomenderos o hacendados de la época. Y esa aglomeración de ranchos
donde se albergaban los labriegos que prestaban servicios en la hacienda más
las viviendas rústicas de los “arrimados” conformaron el embrión social de
donde surgió la pujante capital del Atlántico.
Pero la obra de
José Agustín Blanco apunta a objetivos de más vastos alcances: es una
investigación rigurosa y completa de toda la historia colonial del Partido de
Tierradentro. En su análisis no queda un solo centímetro cuadrado del actual
Departamento del Atlántico que no sea examinado exhaustivamente con su lupa de
acucioso investigador. Más de veinte años de intensa búsqueda por bibliotecas y
archivos le permitieron escudriñar a nivel de detalle los orígenes y fundación
de todos los municipios y corregimientos del Atlántico, el poblamiento de su
territorio y su evolución político-administrativa. La prolija investigación
sobre los orígenes y poblamiento de Barranquilla sorprendió a los intelectuales
de esa urbe que, de inmediato, advirtieron que se trataba de un trabajo muy
serio que revelaba hechos importantes hasta entonces desconocidos y replanteaba
las leyendas y mitos que se habían venido trasmitiendo de generación en
generación.
Con este
trabajo de investigación se demostraba que Barranquilla y el Atlántico sí tienen
historia, pero faltaban historiadores que empezaran a escribirla con rigor
científico. José Agustín Blanco fue pionero en ese exigente experimento.
Después surgiría en los años ochenta un grupo de jóvenes profesionales de la
historia que continuarían ese trabajo de investigación. Entre ellos, vale la
pena señalar a Eduardo Posada, Gustavo Lemus, José Lobo Romero y Sergio Solano,
pero la lista incluye a otros más, porque si algo importante ha tenido el trabajo
iniciador del profesor Blanco es que ha servido de estímulo para que muchos más
transiten por la senda de la investigación histórica.
Todas las
encomiendas y mercedes de tierra que se otorgaron en los siglos XVI, XVII y
primeros años del XVIII son analizadas en forma exhaustiva por el diligente y
riguroso historiador. Igualmente
investiga el nacimiento y desarrollo de las principales haciendas del Partido
de Tierradentro en la época colonial, incluida la de Majagual que no estaba
dentro de los linderos de esa jurisdicción, pero que cumplía como todas ellas
un papel importante en la provisión de alimentos y materias primas para la
capital de la Provincia. El profesor Blanco examina cuidadosamente las formas
de vida en esas haciendas, sus modos de producción y el papel que cumplieron
varias de ellas como célula inicial de pueblos o doctrinas de indios que luego
devendrían en sitios de libres.
Apoyándose en
los informes de las visitas realizadas por don Antonio González en 1589 y Juan
de Villabona Zubiaurre en 1610, el autor elabora un inventario completo de las
encomiendas que abarcaban todo el territorio del actual Departamento del
Atlántico. En su investigación hace un certero análisis de la explotación de
tinte feudal a que eran sometidos los indígenas, quienes debían laborar
cultivando rozas y, además, pagar un tributo anual equivalente a un almud[11] de maíz
en grano. Los indios debían cultivar tres o cuatro rozas, pero la de mayor
extensión era la destinada a pagar el tributo a las autoridades coloniales.
Doce indios útiles de trabajo tenían la obligación de sembrar, recoger y
beneficiar una fanega de sembradura[12], de
suerte que el aporte de cada uno equivalía a un almud. También debían cultivar
maíz en otra roza para pagarle los honorarios al cura doctrinero por la
enseñanza de la doctrina recibida, además del cereal necesario para su
alimentación. Como es dable imaginar, los pleitos eran muy frecuentes entre el
encomendero y el cura por la cantidad que debía recibir este último en razón de
los servicios prestados. Los únicos que no recibían salario eran los indígenas
que debían contentarse con su ración alimenticia como única retribución. En
algunos casos, como en el de los indígenas de las cercanías de Cartagena el
tributo lo pagaban los indios en pescado, porque allí las tierras no eran
propicias para las siembras de maíz.
Durante el siglo XVII se
empieza a intensificar el poblamiento del territorio conocido como Partido de
Tierradentro, pero todavía la mayoría de esos pobladores vivían diseminados en
un área relativamente extensa de los diferentes curatos. En este contexto, es
pertinente señalar que el modelo de poblamiento que utilizaron en un principio
los conquistadores y autoridades españolas produjo la concentración de los
habitantes en áreas ya pobladas por indígenas, porque su interés primordial no
era colonizar la tierra sino explotar sus recursos utilizando la mano de obra
aborigen, además de la de los esclavos. Pero este modelo de poblamiento dejó
enormes extensiones de tierra desocupadas[13]
que constituían una parte considerable del hinterland,
es decir, aquellas tierras alejadas de la costa y de los asentamientos urbanos
más importantes. En estas extensiones poco habitadas quedaban todavía algunas
tribus que se resistían a la dominación española, pero también fueron llegando
a esas áreas abandonadas colonos y pequeños parceleros, y en algunos casos
indígenas y esclavos que huían de sus amos y se agrupaban en “rochelas” y
“palenques” para defenderse de sus dominadores. Había mucha tierra y poca gente
en comparación con el espacio del que podían disponer, lo que propiciaba la
dispersión de sus moradores, que apenas se asociaban formando grupos muy
reducidos conocidos en el lenguaje de la colonia como sitios de libres o
simplemente “sitios”.
La abundancia de tierra se
convertía en una tentación para militares y funcionarios españoles que accedían
a ellas mediante una figura del derecho indiano conocida con el nombre de mercedes de tierras, otorgadas a
personas que hubieran prestado servicios distinguidos a la causa del rey. De esta manera se traspasaba la
propiedad de áreas muy extensas a personas que hacían valer algún tipo de
merecimientos para obtenerlas.[14]
Este procedimiento se empleaba cuando no había pueblos de indios en el área
otorgada. Cuando existían poblados indígenas se utilizaba la encomienda,
institución que tenía características muy diferentes. Según J.M. Ots Capdequi:
“Por la encomienda un grupo de familias de indios, mayor o menor según los
casos, con sus propios caciques, quedaba sometido a la autoridad de un español encomendero. Este señor se obligaba
jurídicamente a proteger a los indios que así le habían sido encomendados y a
cuidar de su instrucción religiosa con los auxilios de un cura doctrinero.
Adquiría el derecho de beneficiarse con los servicios
personales de los indios para las distintas necesidades del trabajo y de
exigir de los mismos el pago de diversas prestaciones económicas”.[15]
A partir de 1542, con la promulgación de las Leyes Nuevas de Indias sólo era dable al encomendero exigir el pago
de un tributo pero no la prestación de servicios personales, aunque estas
disposiciones fueron frecuentemente burladas, y sólo con su abolición
definitiva cesaron los abusos cometidos contra los aborígenes.
En el siglo XVII se otorgaron
numerosas mercedes de tierras, y en la región central de Tierradentro se
adjudicaron varias que aparecen inventariadas en la obra del historiador
Eduardo Gutiérrez de Piñeres, Documentos
para historia del Departamento de Bolívar[16].
De esas “mercedes” es importante resaltar dos de ellas, porque delimitaban
extensiones de tierra que llegaban hasta lo que hoy es perímetro urbano de
Sabanalarga. Una de esas adjudicaciones correspondió a don Alonso de Muñoz de
Piedrola”, a quien se le adjudicaron el 12 de dociembre de 1623 “cuatro
cavallerías de tierras, en la Tierra adentro, junto a las savanas desde el agua
del Salto, corriendo hazia el Cascajal, sin perjuicio”.[17]
A su turno, a Matheo del Solar se le otorgó “el dicho 12 de diciembre de 1623
cuatro cavallerías de tierras, en la Tierra adentro, junto al pueblo que se
decía Suribana, linde con tierras que se dieron a Alonso de Muñoz de Piedrola”.
[18]
Aún cuando la definición de
estos linderos es bastante vaga e imprecisa, de todos modos a partir de ella se
puede deducir que las tierras otorgadas a Matheo del Solar, que lindaban con la
merced de Alonso de Muñoz, debían ser contiguas a ésta por el occidente,[19]
y abarcaban una gran parte de lo que hoy es la ciudad de Sabanalarga; en
efecto, como el propio documento reza, la merced se extendía hasta las
proximidades del lugar donde existió el pueblo indígena de Suribana, que estaba
localizado probablemente donde hoy se encuentra la subestación eléctrica de
ISA, próxima al Polideportivo de Sabanalarga, según el testimonio que don
Eustorgio Rodado y José Rafael de los Ríos le dieron a José Agustín Blanco en
una amena conversación celebrada en la casa de mi padre. Los dos ciudadanos
mencionados coincidían en haber escuchado de sus antepasados, que allí, en ese
sitio, estuvo asentado el pueblo indígena de Suribana, y recordaban que en sus
cercanías hubo una propiedad rural con el nombre del topónimo Suribana.
Por supuesto, no hay ninguna duda
de que este pueblo aborigen existió. No sólo se menciona en el documento
mediante el cual se le concede una merced de tierras a Matheo del Solar.
También aparece en la lista de pueblos
indígenas inventariada por José P. Urueta en su obra Documentos para la historia de Cartagena, Tomo 1.[20]
Igualmente aparece en la relación que Eduardo Lemaitre hace de 101 pueblos
indígenas de la Provincia de Cartagena. Dice así, el prestigioso historiador:
“Los cronistas nos han conservado, y los reproducimos a manera de una
curiosidad digna de conocerse, los nombres de
los principales pueblos en que se agrupaban aquellos primitivos indígenas,
los cuales nombres subsisten todavía en muchos casos como puede comprobarse con
la siguiente enumeración: Abibe, (María de la Baja), Achí, Alipaya (Santa
Rosa), Ayapel, Bahaire (Barú), Baranoa, Bentancí, Baruaco (Luruaco), Caramari o
Calamari (Cartagena), Caluma, Canapote, Caricox (Santa Ana), Carón (en Tierra
Bomba), Cereté, Cibarco, Cipacúa (Zipacoa), Cipagua, Cicuco, Cocó (Cocón en
Barú); Codego (en Tierra Bomba); Colomboy, Colosimá (San Carlos), Colosó,
Cornapacúa (en Cartagena); Cotocá (en Lorica); Chambacú (a orillas del río
Magdalena); Chenú (Chinú), Chimá, Chiscas, Chochó, Chuchurrubí (en Chinú),
Galapa, Gayepo (Guayepo), Guamoco (Gamocó), Guanatá (Guanantá), Guaranda,
Guaso, Guataca, Hibácharo, Hincapié (Yucal), Huramaya (cerca de Mazaguapo);
Iracá, Jegua, Luricá, Mahates, Malambo, Mamón (en Mopós); Marralú, Matarapa
(Maparapa), Mazaguapo (Amansaguapo), Mexión (San Andrés de Sotavento);
Menchiquejo, Matuna, Miguay, Mocacá, Mocarí, Momil, Mompox, Monsú (cerca de
Rocha); Morroa, Pichon (Piojó), Rotinet, Saco, Sahagún, Sampués, Saheba
(Sajeba), Simití, Sincé, Suribana, Tacaloa,
Tacamocho, Tacalasuma, Tacsuam (San Benito Abad), Taive, Talaigua, Tameno
(cerca de Piojó); Tesca, Tigua, Tiguala, Yijó (Tijó), Timaná, Timiriguaco
(Villanueva), Tiquicio, Tocahagua, Tolú, Tubará, Tucurá, Turbana, Turipana
(Palmar de Candelaria), Uré, Usiacurí, Yagare, Yatí, Yepo, Yumal, Yurbaco
(Turbaco), Zamba (Galerazamba), Zapaná, Zencerí (Sincerín), Zispata (Zapote) y
Zispataca”.[21]
Efectivamente, muchos de los
nombres listados subsisten, como lo afirma Lemaitre, pero también algunos de
ellos han desaparecido, y en otros casos los nombres se modificaron en el
momento de la fundación de un nuevo pueblo sobre las ruinas del poblado
aborígen o en sus cercanías. La conquista fue arrasadora, aún en los casos en
que los indígenas no presentaban resistencia, porque los conquistadores en
muchas ocasiones ordenaban arrasar y quemar los pueblos de los nativos
aduciendo diversas razones. Unas veces porque no querían dejar vestigios de una
civilización que consideraban salvaje; en otras ocasiones por fanatismo
religioso que los llevaba a destruir no sólo los ídolos y templos de los indios
sino las chozas donde vivían, lo que los obligaba a huir a lugares lejanos; el
incendio de las rústicas viviendas era utilizado para amedrentar a los
aborígenes por el temor que suscita el fuego.
Son muchos los episodios de
esta naturaleza que narran los cronistas y los propios conquistadores. A manera
de ejemplo, veamos lo que dice el conquistador Pedro de Heredia, refiriéndose a
una de las dos acciones de guerra libradas contra el cacique Carex en
Tierrabomba, en carta dirigida all emperador Carlos V: “Hera el pueblo tal que
hazía dos oras que andávamos peleando con ellos, y no habíamos llegado a la
mitad del pueblo, y creyendo ponerles temor híceles poner fuego, y mientras el
pueblo ardía nos rretiramos a unas labranzas a rrehazernos, a donde estando que
estávamos vienen los indios a dar con nosotros; tornamos allí a pelear con
ellos; como los tomamos fuera de la fuerza del pueblo, desbaratámoslos; luego
tornámonos para rrehazernos otra vez y todos juntos acordamos de yr otra vez al
pueblo; (pero) cuando fuymos no hallamos ya a nadie, porque todos eran ydos
huyendo…”[22].
Otro episodio con idéntico
desenlace lo cuenta Fray Pedro Simón, respecto de un pueblo cercano a Turbaco:
“Llegaron al pueblo al rayar el alba, y hallándole desapercibido, no obstante
el aviso que con sus acostumbrados gritos daban las guacamayas de los árboles y
casas, divididos los nuestros en dos mangas, les embistieron los nuestros con
tal traza, que pegando fuego a los buhíos y huyendo dellos los bárbaros (los
indios) por no quemarse, daban en las manos de los soldados, en las cuales
morían, por haberse echado bando que no tomase indio a vida. Esta disposición
de los españoles inspiró tal temor a aquellos salvajes, que tenían por menor
mal abrasarse dentro de sus casas que morir a manos de los invasore; con lo
cual unos se encerraban con sus mujeres e hijos, y otros habiendo salido y
visto lo que pasaba, se volvían a entrar por medio de las llamas, donde
encotraban la muerte de que en vano se guarnecían”.[23]
Era, pues, un extermonio total de vidas y bienes.
Como se puede ver, la práctica
de arrasar y quemar pueblos indígenas, o la huida de sus habitantes por la
feroz persecusión del conquistador español, puede explicar por qué el pueblo
indígena de Suribana había desaparecido ya en el año de 1623 cuando se otorgaron
las mercedes de tierras que atrás comentamos. Estos aborígenes conformaban la
tribu más cercana al lugar donde se fundó Sabanalarga. Los indígenas que se
asentaron a orillas de la Laguna de Guájaro, espejo de agua que en los
documentos coloniales aparece como Ciénaga de Choa u Ochoa, estaban un poco más
distante del centro de gravedad del pueblo. Es posible que ambas tribus
estuvieran bajo el dominio de un cacique mayor, quizá de Usiacurí o de Piohon o
Pichón, que le dio nombre al pueblo de Piojó.
Al despuntar el siglo XVIII,
las autoridades españolas empezaron a advertir los problemas y dificultades que
debían enfrentar para cumplir con los los objetivos de la Corona encaminados a
afianzar institucionalmente el Imperio español. Ni la admistración de la
justicia ni la evangelización se podían realizar eficientemente con una
población desparramada en extensiones inmensas carentes por completo de vías de
comunicación. A esos sitios sólo se podía llegar después de largas jornadas a
través de trochas y caminos muy difíciles de cubrir. A partir de 1740 y hasta
1788 los virreyes promovieron una serie de expediciones de conquista y
reasentamiento forzado contra estos pobladores diseminados en el interior de
las provincias. Pero la espada iba siempre acompañada de la cruz, no sólo por
el patronato que ejercía la Corona, sino porque “España combinaba la
intervención militar con la expansión misionera para imponer la autoridad real”
a las minorías díscolas a las que veían como grupos antisociales que huían de
la civilización española.[24]
En el caso particular del
Caribe colombiano, y más específicamente de la Provincia de Cartagena, hubo cuatro expediciones que se dirigieron a
diferentes zonas para adelantar ese proceso de reubicación y agrupamiento
forzado. Una de esas misiones y la primera en el tiempo fue precisamente la encomendada
por el Virrey Sebastián Eslava al corregidor y alcalde pedáneo de Soledad
Francisco Pérez de Vargas, tarea realizada entre 1743 y 1744, como respuesta a
las numerosas quejas que se recibían de la región central de Tierradentro, a
través de misivas escritas por el “Vicario y Cura propio” Joseph Valentín
Rodríguez. En esas comunicaciones, fechadas el 9 y 28 de agosto de 1742, el
sacerdote manifestaba la penosa situación en que se encontraba el Curato de
Sabanalarga que, según su estimación, contaba entonces con 300 vecinos o
cabezas de familia, diseminados en 38 sitios, algunos de los cuales se
encontraban a 9 leguas del sitio de su ermita, la cual estaba mal ubicada y en
un lamentable estado. Se quejaba el Vicario de que debía recorrer largas
distancias salvando obstáculos y barrizales para llegar a los lugares donde
vivía la gente. En esas condiciones los potenciales feligreses no asistían a
misa, los niños eran bautizados cuando ya estaban crecidos y el sacramento de
la extremaunción se administraba a los difuntos cuando ya tenían varios días de
fallecidos, porque sus familiares no lo enterraban hasta tanto no llegara el
señor cura.
La misión encomendada por el
Virrey a Francisco Pérez de Vargas tenía como objetivo primordial agrupar a los
nativos en un sitio nucleado con el propósito expreso de cristianizarlos y
facilitar la administración de la justicia. Para cumplir ese cometido lo único
indispensable era contar con una iglesia, una cárcel y las casas que fueren
menester para ubicar a las familias de los vecinos libres, y por ahí se empezó.
La mayoría de los pobladores moraban en bohíos regados en una dilatada llanura
de suaves oscilaciones y no había montañas prominentes en varias leguas a la
redonda. En unos pocos casos se encontraban grupos de tres o cuatro viviendas
relativamente cercanas pero sin llegar a constituir un poblado.
El sentimiento de arraigo de
los labriegos que vivían entrañablemente unidos a sus parcelas y la férrea
voluntad de esos primitivos pobladores se conjugaron para oponerse con
tenacidad a la recomendación de algunos funcionarios de la Corona que insistían
en reasentar a los rústicos colonos a orillas del río Yuma, donde había agua en
abundancia, cañas para los entramados de las casas y palmas para techar. Era
apenas el obedecimiento de una orden imperial. “Procuren tener el agua cerca y que se pueda conducir al pueblo y
heredades, derivándola si fuera posible, para mejor aprovecharse de ella, y los
materiales necesarios para edificios, tierra de labor, cultura y pasto, con que
excusarán el mucho trabajo y costo que siguen de la distancia. No elijan sitios
para poblar en lugares muy altos, por la molestia de los vientos y dificultad
del servicio y acarreo, ni en lugares muy bajos, porque suelen ser enfermos,
fúndese en los medianamente levantados…”, había sentenciado el emperador
Carlos V en una ordenanza de 1526, y ese consejo, con tufillo de mandato, fue
también norma de sus sucesores en el trono de España.[25]
Después de acaloradas discusiones donde se debatieron con ardor razones en
favor y en contra de las dos opciones propuestas para asentar a los nuevos
pobladores, prevaleció el criterio de quienes abogaban por fundarlo en el
interior del territorio, alejado del río. Es decir, la fundación de Suribana
fue el resultado de una acto de rebeldía de los primeros colonos o moradores de
la región central de Tierradentro, que se oponían con tenacidad a ubicarse en
las cercanías de una gran corriente de agua dulce.
Aun cuando esta postura
parecía una terquedad en contravíadel sentido común, era en el fondo un acto de
terquedad racional y una muestra de agudeza provinciana, porque esos primitivos
pobladores intuían que muy cerca del sitio mediterráneo escogido encontrarían manantiales
de agua fresca y limpia y acuíferos, cuya existencia se comprobaría años más
tarde con sondeos y estudios geológicos. Pero en la mente de esos primitivos
colonos había otra razón importante: el lugar que preferían para fundar el
poblado ofrecía un beneficio invaluable, ya que les permitía estar a salvo de
las devastadoras crecientes del río, cuyas aguas llegan acrecidas a estas
planicies aluviales después de recorrer 1.500 kilómetros de obstáculos,
zigzagueando promontorios y metiéndose por estrechos vericuetos como una
serpiente perseguida.
A propósito del agua, al
profesor Blanco, como geógrafo que enseñó durante muchos años geografía física,
siempre le ha preocupado el agotamiento de las fuentes de agua, subterráneas o
superficiales, por la intensa deforestación que ha sufrido la que otrora fuera
una tupida y vigorosa floresta que cubría la extensa cuenca del Río Magdalena.
Y también le preocupa el mal uso de los recursos naturales que ha producido
denudación de los suelos y sedimentación en los cauces de los ríos y de las
corrientes menores que los alimentan. Desde la fundación de Sabanalarga a
mediados del siglo XVIII, el suministro del agua constituyó un desafío enorme
de sus habitantes y de los gobernantes. Ese desafío todavía continuaba dos
siglos más tarde, circunstancia que motivó a la alcaldesa de entonces, doña
Juana de J. Sarmiento, a liderar una campaña encaminada a dotar de agua al
municipio a través de pozos artesianos. Pero la solución que se buscaba se frustró
por diversas razonesy la burgomaestre tuvo que abandonar con desilusión sus
loables empeños. La solución definitiva llegaría 263 años después de la
fundación del pueblo, cuando se terminó de construir el acueducto que trae el
agua desde el río Magdalena, después de pasar por una moderna planta de
tratamiento. Los sabanalargueros nunca aceptaron que su pueblo se asentara a
orillas del Rio Yuma como lo querían los funcionarios españoles de la colonia, y
aún cuando esa actitud parecía bastante incomprensible, esa decisión evitó que
el Sitio fuera asolado por las devastadoras inundaciones.
En este contexto vale la pena
aclarar que no es el río el que se mete en las calles y en las residencias de
los pueblos ribereños; son sus habitantes los que han ocupado las vegas del
río, que son parte de su espacio natural, y esa acción antrópica enfurece a la
impetuosa corriente desbordándose sobre sus invasores. La única manera de darle
órdenes a la naturaleza es obedeciéndola, dijo Aristóteles. Cuando los humanos
la contravienen deben esperar funestas consecuencias.
Ojalá que esa misma terquedad
que afloró desde la fundación de nuestro pueblo siga acompañando a los
sabanalargueros para mantener incólume su más valioso patrimonio: la pasión por
la cultura. Hay que tener conciencia de ese legado, para amarlo, cuidarlo y
engrandecerlo, porque toda esa herencia que utilizamos en nuestras vidas
debemos traspasarla enaltecida a aquellos que nos habrán de suceder en la
interminable carrera de relevos que es la vida humana.
Carlos Rodado Noriega, en el acto de presentación de la obras completas en sabanalarga |
El legado más importante que José Agustín Blanco le va a dejar a los
sabanalargueros es su pasión por escudriñar el pasado, para saber de dónde
venimos si queremos tener un sentido de la orientación histórica, y para saber
hacia dónde nos dirigimos. Conociendo nuestras raíces, sentiremos orgullo por
lo propio y mientras más profundos sean los estratos raigales con los que nos
identifiquemos, más seguridad y confianza tendremos en nuestra capacidad para
alcanzar metas más altas y propósitos más nobles en la vida.
Este pueblo no se ha distinguido por tener fábricas o chimeneas. La industria
floreciente que hemos tenido aquí, ha sido la del amor a la sabiduría. Ojalá
que podamos seguir cultivando todas las actividades que guardan estrecha
relación con el intelecto, para que nuestro terruño se mantenga fiel a su
vocación más genuina y se pueda proyectar y dar a conocer ante el mundo como un
lugar donde la cultura florece como una
perdurable primavera del conocimiento.
MUCHAS GRACIAS
[1]José
Agustín Blanco Barros. Obras completas. Segunda Parte. Jorge Villalón y Alexander Vega,
Editores. Universidad del Norte. 2014 p. 110.Los más eminentes historiadores
cartageneros apenas le han dedicado unas pocas cuartillas a la historia
colonial de la región conocida como Barlovento. La investigación de José
Agustín Blanco, sobre esta parte de la antigua Provincia de Cartagena, tampoco
ha tenido en la ciudad heroica el reconocimiento ni la divulgación que merece.
[2]En el prólogo de su trabajo titulado: El censo del Departamento del Atlántico
(Partido de Tierradentro) en 1777. Véase Boletín de la Sociedad Geográfica de Colombia. Volumen XXVII, No.
104, 1972.
[3] “Santa Ana de Baranoa: de pueblo de
indios a parroquia de vecinos libres (1745)”. En Divulgaciones Etnológicas, Segunda Época, Barranquilla, 1980. Véase
también José Agustín Blanco Barros. Obras
Completas. Jorge Villalón y Alexander Vega, Editores. Universidad del
Norte. Primera Parte, 2011. p. 31. Véase también Op. Cit., Segunda Parte, 2014,
p. 110.
[5]Op. Cit. Primera Parte, p. 102
[7]Después de la muerte de don Nicolás de
Barros, acaecida en julio de 1658, se realizó el inventario de sus bienes en
1659, y allí se estableció que, además de las tierras en las que ejercía
dominio y de las casas que poseía en la encomienda de Galapa y en la hacienda
de San Nicolás, dejaba 248 cabezas de ganado vacuno, 276 cerdos, 18 caballos,
12 mulas y todos los arreos necesarios para las bestias. Op. Cit. Primera
Parte, p. 118.
[8]Ibidem. Primera Parte, pp. 122-123
[9]Vergara José R., y Baena, Fernando. Barranquilla su pasado y su presente.
Barranquilla. Banco Dugand, 1922, pp. 69-87
[10]Los “concertados” eran los arrieros,
vaqueros y peones que prestaban su servicio recibiendo un salario. Los
“agregados” eran laspersonas que por estar impedidas o tener un vínculo
familiar o de compadrazgo con los dueños de la casa hacían parte del entorno familiar y eran mantenidos por el jefe del hogar.
[11]El almud es una medida de capacidad, utilizada
para mensurar áridos. El almud un cajón de madera en forma de tolva para
facilitar el vaciado de los granos contenía 22 kilogramos de cereal.
[12]Una fanega de sembradura es un espacio de
80 por 80 metros; es decir equivale al 64% de una hectárea.
[13]Este fenómeno se podía observar aún a
finales del siglo XVIII, como se puede advertir en un informe del Virrey
Antonio Caballero y Góngora donde lo pone de manifiesto. Véase Antonio
Caballero y Góngora, Relación del estado del Nuevo Reino de Granada (1789), en Relaciones e informes de los gobernantes de
la Nueva Granada, editor Germán Colmenares. Banco Popular, Bogotá, 1989,
vol. 1, pp 308 y 309.
[14]Las mercedes de tierras podían ser
otorgadas, por expresa delegación del rey, en los virreyes, presidentes de
Audiencia, gobernadores o cabildos. En el caso de Tierradentro esa delegación
la tenía el Cabildo de Cartagena, mediante real cédula de 5 de enero de 1550.
En no pocos casos estas posesiones fueron otorgadas a personas sin mayor
merecimiento, pero con mucha capacidad para la intriga y el tráfico de
influencias ante la entidad edilicia.
[15]Ots Capdequi, J.M. El Estado Español en las Indias. Fondo de Cultura Económica.
México, 1941, pp 25 – 27.
[16]Gutierrez de Piñeres, Eduardo. Documentos para la historia del Departamento
de Bolívar. Imprenta Departamental de Bolívar, Cartagena, 1924, p. 128 y
ss.
[17]Era costumbre en el período colonial
colocar en los documentos, mediante el cual se otorgaban mercedes de tierras,
la expresión “sin perjuicio”, que era una forma abreviada para significar que
ese traspaso de propiedad debía ser: sin causarle agravio a los indios; sin
perjudicar a terceros; y sin que la merced que se concedía implicara autoridad
o mando sobre los habitantes de las tierras concedidas. Véase José María Ots
Capdequi, España en América.
Publicaciones Universidad Nacional, Bogotá, 1948, pp 75 y ss.
[18]Detrás del estanque conocido
por los sabanalargueros como Arroyo Sucio, estaba la finca denominada El Salto,
que debía su nombre a un salto de agua que se formaba en un despeñadero de la
finca. Es muy probable que el salto al que se refiere el documento colonial
para definir los límites de la merced sea ese, ya que el área otorgada se
prolongaba hacia el Cascajal, que con seguridad se refería a formaciones de
cascajos, abundantes en el lugar donde se fundó el corregimiento que hoy en día
lleva ese nombre.
[19]Si la merced de Alonso de Muñoz se
extendía de El Salto hacia el oriente, y era contigua a la de Matheo del Solar,
la de éste debía extenderse hacia el occidente. La otra alterativa es que la
merced de Matheo del Solar lindara con la de Alonso Muñoz por el lado norte del
área concedida a éste último, pero a nuestro juicio, esa hipótesis es menos
probable porque en ese caso la merced del primero no quedaría “junto” al pueblo
que se decía de Suribana, según la probable ubicación de este poblado
indígena.
[20]Urueta, José P. Documentos para la historia de Cartagena. Compilados por el autor.
Editor desconocido, 1887.
[21] Lemaitre, Eduardo. Historia General de Cartagena. Tomo I. Banco de la República,
Bogotá, 1983, p. 4.
[22]Ibidem. Tomo I. pp 48 -51.
[23]Simón, Fray Pedro. Tercera noticia
historial de la conquista de Tierra Firme en las Indias Occidentales.
Publicaciones Españolas. Madrid, 1961, p. 18.
[24]Helg, Aline. Libertad e Igualdad en el Caribe Colombano. 1770 -1835. Fondo
Editorial Universidad EAFIT, 2010. pp. 51 - 65
[25]Felipe II hizo también recomendaciones
similares, y todavía a finales del siglo XVII en la Recopilación de las Leyes
de los Reynos de Indias, adelantada por instrucciones del Rey Carlos II se
reproducen, en el Título 7, Libro 4º., las leyes 1,3, 4, 5, y 6, que versan
sobre las condiciones geográficas y climatológicas que se deben tener en cuenta
para situar un pueblo en los dominios españoles.
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